Es la una de la madrugada y llegamos mi madre
y yo a casa de Miriam, mi vecina enfermera, que puede tener dos y hasta cuatro
apellidos, pero no hacen falta para conocer que es sencillamente ella, una
mujer humana y cálida, capaz de dejar la cama sin reparos para poner una
inyección.
Gratitud merecen todos aquellos que enarbolan
el oficio de Florence Nightingale, no como fuente de ingresos, sino como
vocación de servicio, tierna y dura al mismo tiempo.
Cada 12 de mayo, día cuando se recuerda a la
precursora de la enfermería moderna, debiera ser, además, jornada por la
conciencia, porque no basta un homenaje o reverencia ante los hombres y mujeres
que cuidan de nosotros; es preciso reconocerles en grande.
Allá, dondequiera que estén,
allende los mares, lejos de los suyos, como mi vecina Miriam, ahora de
misión en Venezuela; aquí, con nosotros y esta enorme cotidianidad sobre los
hombros, continúan siendo eso que los distingue: sanadores anónimos, veladores
del sueño ajeno, entregados a un oficio que es voluntad. ¡Enhorabuena!
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