Era mi compañero de la Primaria, nos sentábamos
juntos desde el Preescolar. Él era el número 9 y yo el 10 en la lista del aula.
Pero yo no le tenía simpatía, al menos eso pensaba, me rompía los cuadernos,
partía la punta de mi lápiz y tiraba de mis trenzas, vaya, algo así como el
típico pesado del grupo. Pero un día no se sintió bien en la escuela, vomitó la
merienda y salpicó mis zapatos negros sport y las medias de lastiflex. Después
pasó mucho tiempo sin venir y cuando fuimos a verlo a su casa, confieso que lo
hice a regañadientes, porque Tony no me caía nada bien, había perdido todo el
cabello.
Yo me sentí muy impresionada, estaba pálido,
delgado, sus ojos perdidos, mirando al techo… ya no era aquel chico
intranquilo, de unos ojazos negrísimos y vivos, apenas nos miró ni probó las
golosinas que le regaláramos, él, que precisamente era “perdido” a los dulces.
Recuerdo que llevé unas bolitas de dulce de coco, la especialidad de mi abuela
paterna. La maestra le obsequió unos refrescos prietos de la merienda y aquella
costumbre de batirlos y ensuciarnos el uniforme que tenía, traída a colación,
provocó un rictus en su boca parecido a sonrisa.
Regresé a casa muy triste esa tarde. Apenas
comí recordando a Tony, el que se sentada a mi lado en la escuela y me
mortificaba todo el santo día, porque lo prefería así, inquieto, desordenado a
cómo lo había encontrado en la visita. Pasó un breve tiempo, decían
que para “salvarse” necesitaba un medicamento que sólo lo había en el “Norte”,
que era muy caro, en fin… Hasta pensamos en reunir el medio -cinco centavos- de
la merienda escolar (tres galletas y un refresco), pero alguien dijo que se
necesitaría un barril de “medios” para la medicina que salvaría a Tony.
Pasó un tiempo breve y la muerte tiró su
manto oscuro sobre el grupo de tercero B. Llevamos flores al funeral, y los
muchachos le echaban puñados de tierra, pero yo no, y juro que no fue por no mancharme las manos, yo en cambio, le tiré a su tumba mi lápiz chino
de elefanticos en colores, que a él siempre le había gustado. Aquella tarde mi madre me buscó en
la enciclopedia el Tesoro de la
Juventud la enfermedad que me había dejado sin mi compañero
de mesa, una Leucemia Linfoblástica Infantil. Entonces supe que aquel mal de
tres palabras y la medicina del “Norte” que nunca llegó y quizá no lo curaría
pero era un alivio, me dejaron sin Tony, el niño más alegre del Tercero B.
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