Era el 11 de
septiembre de 1973 cuando la imagen de un televisor ruso trajo hasta la sala
de mi casa, para entonces yo una pequeña despreocupada, las imágenes en blanco
y negro de la metralla, bombas, gases lacrimógenos, que luego devino certeza:
la Moneda, el palacio de Gobierno chileno, había sucumbido cuando su último defensor, Salvador Allende,
prefirió morir a caer en manos de los traidores, quienes hasta el día anterior
compartían la mesa de Gobierno del Chile de la Unidad Popular.
Después supe del
Estadio Nacional de Santiago, convertido en campo de concentración. Allí, el
júbilo de espectadores y el olor a sudor de los futbolistas se trocó en muerte,
espanto, tortura. Llegó la noticia del asesinato de Víctor Jara, el inolvidable
autor de Te Recuerdo Amanda, en aquel recinto no concebido para el horror, mutiladas
sus manos para impedirle desgarrar las cuerdas por la Patria.
Desde entonces,
ya para siempre, el 11 de septiembre fue un día triste, de calle mojada, lluvia
en el pelo, con sonrisa ancha, sin un trovador desgarbado, vestido con poncho
tejido por manos indígenas y pantalón campana, para arrancarle a su guitarra la
contextual melodía de Te Recuerdo Amanda.
Muchos años
después, tantos como para que mi hija Amanda, tributo personal a Víctor Jara,
comprendiera o al menos trate de comprender al mundo, caen dos torres humanas, en Nueva York, allí mismo donde se planeó el asesinato de Allende y con este acto, la
destrucción de su proyecto social pensado para el expoliado país minero de
Suramérica.
Consternada,
cuando al parecer quedaban atrás el caudillismo y los golpes de estado, la
humanidad veía caer la esperanza de una existencia más civilizada. El mismísimo
Nueva York de Liza Minelli y Broadway, se llenaba de cenizas humanas y
destrucción.
Y en vez de paz,
stop war or no more destrucction; llegaron las invasiones, amenazas, listas
negras a la usanza de la guerra fría. ¿Amigo o enemigo? ¿Con el Imperio o
contra él? ¿Petróleo? Y cualquier respuesta, afirmativa o negativa, era y es,
suficiente para que aterricen en lejanas o cercanas geografías –de recursos
naturales, of course- divisiones helitransportadas, mercenarios de cascos
azules o verdes, soldados masticadores de chicles mentolados, con olor a odio…
Septiembre
otoñal, lluvioso, gris, de hojas caídas, allá en Europa, fue escogido por los
nazi-fascistas para invadir a Polonia y con este acto iniciar la II Guerra
Mundial, causante de unos 20 millones de muertos. No bastan los más de 70 años transcurridos
para olvidar y en el noveno mes del año se escucha una plegaria a la existencia
humana.
En un paneo a la
geopolítica, el mundo continúa siendo este planeta sucio y empobrecido por la
propia mano del hombre, a estas alturas más evolucionado, pero con escasa
consciencia de que oxígeno, agua, petróleo… recursos al fin, constituyen, en
presente y futuro, motivos de guerra, además.
La crisis no lo
es simplemente, resulta una crisis enorme del siglo XXI, supera aquella otra de allá
por los 30 conocida como la depresión, y escala todos los valores: humanos y
divinos, espirituales y materiales, creíbles o inverosímiles.
Mientras tanto,
Amanda, razón más que suficiente para amar la existencia, mi homenaje personal
a Víctor Jara, vuelve al aula de un hospital, con sus nuevos compañeros de internado, con olor a fenol para aprender de Cirugía,
cuando septiembre deja caer la hoja 11 del calendario.
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