Como
en cámara lenta aprecio desde mi ventana el transcurrir de esta urbe. La gente
que va y viene, ya en la tarde-noche, cuando cierran las puertas los centros
laborales y se abren otras, las de la nocturnidad. Incluso, escucho
fragmentos de conversaciones, interesantes todas, temas para un estudio de
antropología social, porque con ellas se puede medir el ritmo de la
cotidianidad, una bien difícil que vivimos los cubanos y en particular los
cienfuegueros.
Unos corren hacia la “parada” de la "Uno", la
"Cinco" y la "Seis"; y dentro de los múltiples destinos está el alejado e inaccesible
Tulipán, Punta Gorda o los candidatos a pasajeros que llevan una
cantina con comida y hasta un ventilador para un paciente ingresado en el
Hospital. Y entre ese público numeroso que camina aprisa, están quienes cuentan
pesos de su bolsillo para alcanzar una máquina hasta Palmira, en “almendrones”
parqueados allí, al doblar del Guamá, la cafetería que se hizo célebre cuando
las hamburguesas del apogeo del período especial, y hoy permanece en calma,
demasiada, diría yo, para ocupar un privilegiado espacio.
De entre quienes desandan los portales del Prado cienfueguero con las primeras luces de la noche -hora en que dejo mi
cocina y vengo hasta mi indiscretísima ventana-, me gustaría particularizar en
uno, alrededor del cual se tejen mil historias a la vez, todas relativas
a la humanidad.
En casa lo llaman “El Loquito”, yo prefiero
apelarlo por “Agua”, lo que siempre pide al asomarse a mi ventana de tarde en
tarde. No grita, no llama, pero el olor de quien hace mucho no toma un buen
aseo anuncia su presencia tras los balaustres. Mi hijo y yo le hemos planificado
un baño, ponerle ropa limpia y darle un caliente y sustancioso caldo. Sin
embargo, “Agua” no acepta NADA; es esquivo, solo se toma un vaso de H2O fría o
accede a un cigarro y pide fuego, mas no se queda con la fosforera, que insisto
en regalarle cada vez.
Sigue en el misterio de dónde viene, a dónde
va cuando le da la espalda a mi ventana y se pierde; quién sabe
de sus sueños, de sus andares por aceras y multitudes, de su suerte en este
mundo, porque para mí y mi familia ya se ha convertido en parte de la
cotidianidad… y le echamos de menos cuando cae la tarde y la ventana solo
refleja un espacio vacío.
Muy bonita historia, solo de mayores apreciamos estas cosas y a estos personajes, de niños solo de ellos nos burlamos ignorando cuanta humildad nos pueden enseñar.
ResponderEliminarSi cada uno de nosotros, los supuestos "normales", fuésemos capaces de estremecernos y extender nuestras manos a estos seres que tanto precisan de ellas, la humanidad sería bien distinta. Y no es un cliché, es la realidad, gracias por comentar
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