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He regresado
a mi antiguo apartamento. Llegué asustada con tanto polvo, los muebles
desarreglados, tragantes tupidos, dificultades con el agua… Lo primero que hice
fue organizar mis libros, mis queridos libros, en un orden prioritario, ellos
eran lo primero. “Mami, bota todos esos libros, si ya vas a cumplir 50 años”,
sentenció mi hijo de 19, y me dejó de una pieza. ¿Acaso ya se me acaba la
vida?, le contesté.
Terminé
echando a la basura algunos papeles, viejos, sin ningún valor documental o
sentimental, pero mis libros no, esos me acompañarán siempre. A mi hijo lo
comprendo, es de la era tecnológica, para él importa más su disco extraíble de
un tera. Pero el olor de las páginas, las encuadernaciones, dedicatorias, las
rosas que guardé entre ellos… ese valor no lo tendrá nunca un frío disco
extraíble.
Allí, justo
al lado de librero, en una columna, están las medidas y las fechas de cómo
fueron creciendo mis pequeños, que ahora miden entre 1.75 y casi 1.90. Las
palpé y regresé a aquellos días en que verlos crecer era parte de la rutina,
con la esperanza, falsa, de que al hacerlo, serían más pequeños los problemas,
en una relación inversamente proporcional.
Al cabo,
olvidé los tragantes tupidos, el polvo, la falta de agua… y recordé cuántos
momentos lindos viví allí en ese apartamento, su preciosa vista, el aire
fresco, la ausencia de insectos, los queridos vecinos y el olor de mis libros,
demasiados recuerdos lindos como para no quererlo.
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