La tarde del
26 de noviembre me sorprendió en Santiago de Cuba. Llovía después de muchas
fechas, y a no pocos el hecho se nos antojó como si la Naturaleza llorara la
noticia aún fresca de la pérdida de ese grande que fuera Fidel Castro Ruz,
líder, estadista, hombre comprometido hasta su último aliento.
Parecía
otra la ciudad. El Santiago indómito, rebelde, siempre hospitalario y
bullicioso, había amanecido en silencio, y todavía a esa hora perduraba la
quietud. Me dicen que la comparecencia de Raúl, dando a conocer el
fallecimiento del Comandante en Jefe, sorprendió a los santiagueros al final de
la noche, y en la madrugada ya pocos dormían. La Ciudad Heroína sufrió de
insomnio general, multiplicado, y cuando el sol salió, la encontró vestida de
pueblo en luto.
Pude
recorrer la avenida Patria, allí por donde transitará el cortejo fúnebre para
llegar hasta Santa Ifigenia, donde descansarán las cenizas del líder de la
Revolución Cubana. Y mientras avanzaba, imaginaba un mar de pueblo agitando
banderas, símbolo de esta nación que se regodea de su espíritu indomable, dando
el último adiós a Fidel. Pero a esa hora de la tarde-noche del 26 aún cundía
allí, como en todo Santiago, un silencio de respeto.
Llego
a las inmediaciones del cementerio y pienso en ese gran hombre que sin miedos
cambió todo lo que debía ser cambiado. Pienso en él y en toda una vida que pese
a sus 90, no le alcanzó para hacernos mejores, mejores de lo que él hubiese
querido. Gran visionario, fue Fidel el primero en alertarnos sobre la obra inconclusa,
de los peligros de perderlo todo si no alimentamos con fervor y amor
cuanto hemos conseguido hasta hoy.
Grande
el reto que nos deja a los cubanos, quienes desde el respeto y el valor debemos
hacer todo cuanto sea posible por continuar siempre adelante, con fe en el
mejoramiento humano, en la vida futura. Esa será la mejor contribución de las
generaciones continuadoras de la construcción de la nación cubana, el homenaje
tangible que le podemos brindar a quien renunció a una vida cómoda por la Patria.
Paso
frente a Santa Ifigenia, la foto del portón queda grabada para siempre a fuego
en mi memoria, porque Santiago, ese Santiago de cuna y pan, será, y ya para
todos los tiempos, tronco y refugio de grandes hombres.
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