Para contar la historia de La Sierrita, un asentamiento
poblacional ubicado en las estribaciones del Macizo de Guamuhaya, en el Centro-sur de Cuba, hay que
hablar, sin dudas, de Francisco Mejías Mora. Un mulato fornido, de facciones
indiadas y de sonrisa permanente. Siempre lo he visto cojear de una de sus piernas, pero a pesar de
ello no para de andar de aquí para allá. Tengo el privilegio de conocerlo desde
niña y sentir admiración por él.
Lo recuerdo acabado de llegar de Angola, allá
por el año 1975, donde había participado en cruentos combates como miembro de
un batallón de los mismos hombres que unos años antes habían limpiado el
Escambray. Casi podía ser confundido con un roble, porque por muchos años, más
de 26, fuera el administrador del aserradero del pueblo, uno de los principales
enclaves económicos de la zona.
Pero hay un hecho inolvidable para Mejías,
como todos lo conocen por aquellas lomas, y es la vez en que estrechara la mano
de Fidel Castro: “Eso fue cuando la Operación Barbarroja
y capturamos, con la presencia de él, a uno de los bandidos más famosos de
entonces, Barbarroja. Muchacha, aquello fue de casualidad, mandamos a avisar a
Cienfuegos y allá estaba el Comandante de visita, cuando lo supo se interesó en
participar y apareció en la madrugada en su yipi de cuatro puertas, eso fue
tremendo.
“No sólo le di la mano, me quería regalar la
pistola del bandido, pero yo tenía la mía y le dije se la diera a otro
compañero”. Esta, que fuera la primera captura de los bandidos del Escambray,
quedó inscrita en la historia y Mejías resultó uno de los protagonistas. Si
algo le duele, es no poder subir a Pico Blanco, el lugar de los hechos, porque
el cardiólogo se lo tiene prohibido.
Acaba de cumplir los 80 años y ahora piensa
en la jubilación, porque dice que algo de tiempo deberá quedarle para
descansar. “Ahora Estoy trabajando en Protección, en la Cooperativa San
José, pero estoy pensando en el retiro, yo creo ya es hora”, dice con una
amplia sonrisa y tocando la empuñadura de su machete, ese del que no se separa
nunca. Y una siente la sensación de estar hablando con un hombre joven porque
su vitalidad salta a la vista.
“Siempre me ha gustado estar activo. ¿Secreto
para vivir más, dices? Muchacha, no estarme quieto, el día que me quede en un
solo sitio no me hallo”, dice y ríe. Y se me ocurre pensar que la sonrisa es
también una de sus fórmulas para una larga existencia.
“Estuve una pila de tiempo como voluntario de
la PNR, no vayas
a creer, la gente de por estos parajes me respetaba, pero ya se pasó el tiempo
para esos menesteres, estoy viejo y no le puedo caer atrás ni a una lagartija”,
comenta al tiempo que se quita la gorra verde-olivo, ese objeto distintivo le
acompaña siempre y sin ella no sería el mismo Mejías que conocen allá arriba.
No puedo dejar de mencionar a su caballo:
“Esa bestia es mi compañero, sobre ella escribo mis historias, no vayas a
creer”. A pesar de que su duro corazón se ha querido “rajar ya dos veces”, las
heridas se le cierran, porque es mucha la voluntad de mejías.
“Muchacha, no puedo ver el final, ese está
lejísimo, aquí hay Mejías para rato, de eso puede estar segura la gente de La Sierrita. No bajo la loma ni
para coger impulso, de eso nada”.
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