miércoles, 14 de noviembre de 2012

Tony


Era mi compañero de la Primaria, nos sentábamos juntos desde el Preescolar. Él era el número 9 y yo el 10 en la lista del aula. Pero yo no le tenía simpatía, al menos eso pensaba, me rompía los cuadernos, partía la punta de mi lápiz y tiraba de mis trenzas, vaya, algo así como el típico pesado del grupo. Pero un día no se sintió bien en la escuela, vomitó la merienda y salpicó mis zapatos negros sport y las medias de lastiflex. Después pasó mucho tiempo sin venir y cuando fuimos a verlo a su casa, confieso que lo hice a regañadientes, porque Tony no me caía nada bien, había perdido todo el cabello.
  Yo me sentí muy impresionada, estaba pálido, delgado, sus ojos perdidos, mirando al techo… ya no era aquel chico intranquilo, de unos ojazos negrísimos y vivos, apenas nos miró ni probó las golosinas que le regaláramos, él, que precisamente era “perdido” a los dulces. Recuerdo que llevé unas bolitas de dulce de coco, la especialidad de mi abuela paterna. La maestra le obsequió unos refrescos prietos de la merienda y aquella costumbre de batirlos y ensuciarnos el uniforme que tenía, traída a colación, provocó un rictus en su boca parecido a sonrisa.
  Regresé a casa muy triste esa tarde. Apenas comí recordando a Tony, el que se sentada a mi lado en la escuela y me mortificaba todo el santo día, porque lo prefería así, inquieto, desordenado a cómo lo había encontrado en la visita. Pasó un breve tiempo, decían que para “salvarse” necesitaba un medicamento que sólo lo había en el “Norte”, que era muy caro, en fin… Hasta pensamos en reunir el medio -cinco centavos- de la merienda escolar (tres galletas y un refresco), pero alguien dijo que se necesitaría un barril de “medios” para la medicina que salvaría a Tony.
  Pasó un tiempo breve y la muerte tiró su manto oscuro sobre el grupo de tercero B. Llevamos flores al funeral, y los muchachos le echaban puñados de tierra, pero yo no, y juro que no fue por no mancharme las manos, yo en cambio, le tiré a su tumba mi lápiz chino de elefanticos en colores, que a él siempre le había gustado. Aquella tarde mi madre me buscó en la enciclopedia el Tesoro de la Juventud la enfermedad que me había dejado sin mi compañero de mesa, una Leucemia Linfoblástica Infantil. Entonces supe que aquel mal de tres palabras y la medicina del “Norte” que nunca llegó y quizá no lo curaría pero era un alivio, me dejaron sin Tony, el niño más alegre del Tercero B.

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