Es personal, muy personal, demasiado… los recuerdos se agolpan transcurridos
casi 40 años y es como si fuera ayer. Estoy sentada al pupitre del quinto grado,
mi padre parado en la puerta del aula, habla con las maestras Vivian y Noemí,
me piden salir un momento para una rápida despedida, un beso y de vuelta al
pupitre sin siquiera mirar cómo la figura de mi padre, enfundado en un traje
verdeolivo –aunque no era un militar de carrera-, altas botas y mochila a la espalda,
deja atrás los mosaicos rojos y blancos de la escuela para subir a un camión
lleno de hombres como él.
Corría el año 1975. Entonces
era un secreto. Mima hablaba susurrando con algunos que venían a casa, mientras
mi hermano y yo continuábamos viendo los muñequitos rusos en nuestro “Electrón”
en blanco y negro. Para cuando el asunto de que mi padre estaba en África,
luchando por la independencia de no sabía cuál país, era público y se podía
decir, me había acostumbrado a su ausencia. Recuerdo busqué un viejo mapa, localicé
la nación de fronteras casi cuadradas y pegué con engrudo un corazón rojo en el
centro, resultaba este mi acto de comprensión con sólo nueve años de edad.
Mi historia, fue la de
muchas familias cubanas que por casi 15
años tuvieron algún familiar en Angola u otro país africano, y esperaban en
vilo por su regreso a casa. No se trataba sólo de Cuba, en aquella acción de
solidaridad estaba en juego la independencia del país centroafricano, el
destino del continente más expoliado de la Tierra y la aniquilación del apartheid, esa especie
de yugo en pleno siglo XX. Demasiado para llevar, mucho para no comprender por
qué mi padre estaba allá tan lejos y dejaba sin cumplir la promesa de armarnos
un esqueleto para estudiar Anatomía en casa.
El año duró un siglo, pero
terminó, pipo regresó serio, con la tez curtida, muy delgado, traía una libreta
escolar llena de apuntes, una chapilla metálica con un número de seis cifras,
una cantimplora y la misma mochila de al partir, ahora con olor a metralla y
selva… Nunca más fue como antes, la guerra cambió su modo de ver la vida.
También recuerdo a Julio,
su amigo de Trinidad, visita obligada en casa los domingos, quien dejó una
pierna en Mabinga, aldea angolana, cuando un bloque de TNT colocada por los
invasores sudafricanos, explotó a sus pies.
Me contó de Luisito, el
joven pinareño del mismo batallón, que murió de una hemorragia, dañada su
arteria femoral por un disparo en combate, eso fue en Alto Cuito. Lo sepultaron
en una improvisada pista de aterrizaje, no sin antes marcar las coordenadas del
lugar para no olvidar aquellos huesos cercanos en tierra tan lejana.
Catorce años después, Cuba
regresaba a su suelo lo más preciado dejado en Angola: los restos de los
cubanos caídos allí defendiendo la nación africana. El 7 de diciembre, la
memorable fecha de caída en combate de Antonio Maceo y su ayudante Panchito
Gómez Toro, fue escogida para homenajear a aquellos hombres que habían dejado
atrás a los suyos y guardaban de ellos solo las cartas recibidas en el Frente. La Patria despertó de luto, y
desde entonces, la fecha es reverenciada con respeto.
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