sábado, 6 de diciembre de 2014

De vuelta tras la última guerra





 Es personal, muy personal, demasiado… los recuerdos se agolpan transcurridos casi 40 años y es como si fuera ayer. Estoy sentada al pupitre del quinto grado, mi padre parado en la puerta del aula, habla con las maestras Vivian y Noemí, me piden salir un momento para una rápida despedida, un beso y de vuelta al pupitre sin siquiera mirar cómo la figura de mi padre, enfundado en un traje verdeolivo –aunque no era un militar de carrera-, altas botas y mochila a la espalda, deja atrás los mosaicos rojos y blancos de la escuela para subir a un camión lleno de hombres como él.


  Corría el año 1975. Entonces era un secreto. Mima hablaba susurrando con algunos que venían a casa, mientras mi hermano y yo continuábamos viendo los muñequitos rusos en nuestro “Electrón” en blanco y negro. Para cuando el asunto de que mi padre estaba en África, luchando por la independencia de no sabía cuál país, era público y se podía decir, me había acostumbrado a su ausencia. Recuerdo busqué un viejo mapa, localicé la nación de fronteras casi cuadradas y pegué con engrudo un corazón rojo en el centro, resultaba este mi acto de comprensión con sólo nueve años de edad.

  Mi historia, fue la de muchas  familias cubanas que por casi 15 años tuvieron algún familiar en Angola u otro país africano, y esperaban en vilo por su regreso a casa. No se trataba sólo de Cuba, en aquella acción de solidaridad estaba en juego la independencia del país centroafricano, el destino del continente más expoliado de la Tierra y la aniquilación del apartheid, esa especie de yugo en pleno siglo XX. Demasiado para llevar, mucho para no comprender por qué mi padre estaba allá tan lejos y dejaba sin cumplir la promesa de armarnos un esqueleto para estudiar Anatomía en casa.

  El año duró un siglo, pero terminó, pipo regresó serio, con la tez curtida, muy delgado, traía una libreta escolar llena de apuntes, una chapilla metálica con un número de seis cifras, una cantimplora y la misma mochila de al partir, ahora con olor a metralla y selva… Nunca más fue como antes, la guerra cambió su modo de ver la vida.

 También recuerdo a Julio, su amigo de Trinidad, visita obligada en casa los domingos, quien dejó una pierna en Mabinga, aldea angolana, cuando un bloque de TNT colocada por los invasores sudafricanos, explotó a sus pies.

  Me contó de Luisito, el joven pinareño del mismo batallón, que murió de una hemorragia, dañada su arteria femoral por un disparo en combate, eso fue en Alto Cuito. Lo sepultaron en una improvisada pista de aterrizaje, no sin antes marcar las coordenadas del lugar para no olvidar aquellos huesos cercanos en tierra tan lejana.

  Catorce años después, Cuba regresaba a su suelo lo más preciado dejado en Angola: los restos de los cubanos caídos allí defendiendo la nación africana. El 7 de diciembre, la memorable fecha de caída en combate de Antonio Maceo y su ayudante Panchito Gómez Toro, fue escogida para homenajear a aquellos hombres que habían dejado atrás a los suyos y guardaban de ellos solo las cartas recibidas en el Frente. La Patria despertó de luto, y desde entonces, la fecha es reverenciada con respeto.

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