Cuando el día dejaba de ser claro y aparecían
las primeras luces de la tarde-noche, tocaron a la puerta del doctor Finlay; se disponía a cenar
después de una larga jornada, pero declinó el plato de sopa, tomó saco, sombrero
y bastón, y corrió tras el posible paciente, hasta la parte más insalubre de La Habana de finales del siglo
XIX. Investigaba sobre el entonces presunto agente trasmisor de la fiebre
amarilla: el mosquito Aedes aegypti.
Muchos años después de confirmada su
sospecha, la historia del célebre descubrimiento por el médico cubano del
vector causante de aquella enfermedad y también del dengue, se haría casi cotidiana en la realidad
cubana.
Y es que Cuba entera no lo sería sin sus
médicos, enfermeros y todos quienes dejan una parte de sí mismos por
mantenernos erguidos y con calidad de vida en el duro contexto de una realidad
que lo es con escaseces, apremios y dificultades. Están aquí, allá y acullá;
sanan, pero al tiempo llenan las arcas
de la desvencijada economía cubana y dibujan en letras grandes el mayor atributo
de la Medicina
cubana: SOLIDARIDAD.
Cuando una enfermedad casi desconocida en
nuestra geomedicina, el ébola —vista solo en la literatura médica y quizá el
cine—, amenaza con globalizarse, están ellos, tras la salud de quienes la
padecen. Por eso, los reverenciamos este 3 de diciembre, en honor a Carlos Juan
Finlay, quién primero nos enseñó a curar, investigar, y también a ser humildes
y sacrificados sanadores, Serlo, más que un oficio, es un compromiso de
vocación inconmensurable.
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