domingo, 11 de noviembre de 2018

Félix


Félix usa una desteñida chaqueta carmelita, de aquellos uniformes reglamentarios de las escuelas politécnicas, que hace mucho no se ofertan, de modo que su data de fabricación es de tiempos ha. Está sucia, y aunque quienes le rodean lo notan, por el olor, él apenas se da cuenta, porque mientras le resguarde de las temperaturas de microclima de la montaña, allá en El Naranjo, está feliz.
Félix ha visto cimarrones en la zona de El Naranjo, se lo ha contado a muchos pero “nadie le hace caso”. Muy pocos se detienen a escuchar sus historias atropelladas, de gente que ve; otras sobre comidas con lechón asado al carbón, habla mucho y aunque nadie le preste atención, está feliz.

Félix se cayó de un andamio, cuando muy joven trabajaba en una fábrica y cuentan los menos jóvenes del asentamiento, que desde entonces perdió la razón; otros dicen que no, que nació así, pero hace mucho es el loco-bueno del barrio. No tiene noción del tiempo, las horas y los días, así, perdido, está feliz. 
Félix fuma los cigarrillos que le regalan, dice Cuco el de la bodega que son demasiados en un solo día, los enciende compulsivamente, y echa humo hasta por la nariz. Mientras los sostiene en sus manos huesudas, con las que gesticula, dibuja círculos en el aire, y esa maniobra, lo hace feliz.
Félix está descontento, algo le molesta, pero no logro entender bien, si son los cimarrones que ve en el monte, o vaya Usted a saber. Va de la bodega a la panadería, y de esta al círculo recreativo, y en estos lugares suelta su andanada de palabras y frases y hasta entabla una conversación incoherente con un interlocutor imaginario, a quien le sonríe feliz.
Félix relaciona la nueva torre de televisión digital instalada en el asentamiento con los rayos, cada vez que llueva se aleja de allí como alma que lleva al diablo, “desde que está ahí caen más rayos en El Naranjo”. Pero cuando no llueve y el sol brilla, la deja de mirar, y entonces está feliz.
Félix ve desde el portal de la bodega de Cuco, en El Naranjo, cómo nos montamos en los jeeps para regresar a Cienfuegos, su rostro se ha ensombrecido, camina de un lado para el otro, alto, negro, todavía fornido, y hace un gesto con la mano como de despedida, y me grita, “seño, acuérdese de mí”. Chemita, nuestro chofer y asiduo conductor a la zona, se pone serio, comienza una empinada subida, pero luego me mira por el retrovisor, sonríe y dice, “Félix aquí es feliz”.

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