Una mujer menuda, pequeña, de buen vestir,
con su pelo teñido de rubio, de hablar pausado y que jamás levantara la voz,
era capaz de hacer temblar a los más de 500 alumnos del preuniversitario, allá
por los ’80. Se trata de Bárbara Veloz Hernández, apellidos inolvidables, quizá
por los fines de semana sin discoteca, en la escuela SIN PASE, para cumplir la
norma de guataquear al “narigón” la hilera de matas de naranja restante, fruta preferida
desde entonces, porque aprendí a cultivarla y recolectarla, ¡a las buenas y a
las malas!
Pero la rectitud de Barbarita, la directora
del IPUEC Bárbaro Álvarez, de Cumanayagua, no sobrepasaba los límites; lo era y
es todavía a los más de 40 años de labor, porque siempre actuó de manera
respetuosa, sin denigrar ni humillar a ninguno de sus estudiantes. Al
levantarnos, a las 6:00 de la mañana, ya desandaba los recovecos de la escuela
y no marchaba a casa, hasta tocar la campana para el sueño. Y eso tiene un
nombre: consagración al trabajo.
Sobre el controvertido asunto del respeto
alumno-padre-profesor, traigo a colación a Doña Bárbara, no la de Rómulo
Gallegos, sino la Veloz,
aquella mujercita moviéndose por los pasillos del Pre, entrando a los
albergues, baños, aulas, privados-cátedras, cocina-comedor, como reina en sus
predios, donde supervisaba hasta el más mínimo detalle.
Pero los tiempos en los que el maestro, en el
sentido más amplio de la palabra, era una institución, por penoso que resulte
mencionarlo, quedaron atrás. Las reuniones de padres, momento para dirimir un
asunto de lo general a lo particular, deviene gallinero, acepción bien cubana
de desorden.
Algunos progenitores quieren buenas notas para
sus hijos, a costa de todo, sin importarles los principios éticos y morales. Las
citas terminan sin llegar a un acuerdo y más de uno hasta alza la voz. El Plan
Jaba, aquella modalidad de ayudar a la mujer trabajadora, estuvo a punto de
convertirse en un nuevo vocablo del diccionario de la Real Academia de la calle, con
otro significado, salvado el fenómeno con la instauración de los centros
urbanos, idea aplaudida con manos y pies.
Contra muchos molinos de viento,
incomprensiones, actitudes deshonestas, “regalitos”, deben luchar a diario los
educadores, los de vocación pura, quienes de veras quieren una generación mejor,
de valores, capaces de echar a andar la palanca de Arquímedes y empujar este
mundo lleno de contradicciones económicas, sociales y políticas.
Son necesarias muchas Barbaritas, que en la
forja de la enseñanza y el aprendizaje no distinga al hijo de este o aquel,
repudie el fraude, exija por el trabajo, aun cuando como a mi nos costara el
fin de semana en el campo guataca al hombro; que sólo aplauda a los victoriosos,
aquellos que llenaron la mochila de conocimientos, rudimentos necesarios para
llegar lejos.
El maestro o profesor es una institución, la
sociedad toda les debe respeto y reverencia. Son educadores las 24 horas y los
365 días del año, en la escuela, la casa, el barrio y dondequiera. De la
categoría exceptúo a quienes puertas afuera son vulgares, no observan un
comportamiento adecuado y mucho menos pueden educar o moldear, incluso, al más
dócil de los estudiantes.
Barbarita, la cabal educadora, entregada,
máster de tiempos modernos y difíciles, enseñó a los de mi generación de
esfuerzo y voluntad; a no pedir sino ofrecer, a no criticar sino enmendar,
hacer de los amigos un clan de principios, y del conocimiento, el único tesoro
que nadie nos puede arrebatar, la riqueza que jamás va a la quiebra.
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